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San José, Costa Rica
Escritora. Estudiante de Cine. Profesora de Inglés.

lunes, 13 de julio de 2009

Trescientos sesentaycinco días - Capítulo I

Ha pasado un año.
Se siente como más.

Capítulo I -
Apareció Bairon (o Rigo); se perdió Felicia.

Devolví la pianica - en un viaje solemne a la Uruca que terminó en predecibles lágrimas -, pero me quedé con las ganas de teclear. Al principio llevé clases formales; el profesor era masomenos un sesentaycinco por ciento más irresponsable que yo, y me llamaba a cancelarme. El vecino pianista, aquél del ríoinfinito y las simbiosis, me dio unas llaves de su casa, para que pasara a practicar. Me llevé a Elisa una vez. Descubrimos que el piano prometido estaba rodeado de instrumentos no prometidos ni esperados: gran y grata sorpresa. Grabamos un video absurdo, la escaleta del cuál sería quizá así:

Int/Día. Estudio de Música. ELISA toca el piano.
Corte a:
Int/Día. Estudio de Música. ELISA toca las maracas.
Corte a:
Int/Día. Estudio de Música. ELISA toca el acordeón.
Corte a:
Int/Día. Estudio de Música. ELISA toca los timbales.

Y así con varios otros instrumentos de nombre y procedencia desconocida.
Y una marimba.

Apareció de pronto un teclado en el cuarto de pilas, al cuál aclaro no le funcionan varias teclas. Un DO, un RE, un SI y otro DO. Me quedo corta de DO’s, pero no me impide inventar melodías. Aprenderme las melodías de otros me parece bastante menos emocionante, y rara vez lo hago.

Me robaron a Felicia, Handycam (aunque llamarla así es casi un insulto: tenía personalidad) que me acompañó por un año, apenas. Su robo no fue en lo más mínimo emocionante, ni constituye una anécdota de ningún tipo. La muchacha que trabajaba en aquéllas épocas en casa de mami renunció abruptamente. Nadie sospechó. Días después yo buscaba a Felicia intensamente, sin frutos. En su pancita se encontraba todavía un cassette de una noche bastante ilógica en la que yo, la misma Elisa, y otrosdos, tomamos vino y bailamos el set completo de los discos “Hits” de Los Beatles.
Dirían que merezco esta pérdida por insistir en ponerle nombres a mis pertenencias. Aunque si ese fuera el caso, haría feliz un trueque con el/la ladrona: tome, llévese a Martha (el celular) y a Casimiro (el televisor). Yo me quedo con Felicia.

Al teclado no le he puesto nombre.
Es un viejillo. Tiene cara de que vivió su juventud en los sesentas. Bairon o Rigo, talvez. Se está quedando sin voz: creo que antes fumaba.

Felicia me hubiese (qué conjugación más exacta) servido enormemente durante mi verano y otoño Argentino. Talvez entonces Andrés y yo sí nos hubiésemos atrevido a grabar esa película que hablaba sobre nuestro romance – o falta de.

Así sentiría que esos cuatro meses sí me sucedieron. Ángeles prometió tomarme fotos frente al obelisco, para que nadie creyera que todo lo de Buenos Aires era una orquestada mentira: ay sí, Ani se escondió en el sótano (¿cuál?) todo este tiempo.
Habrá más de uno que se lo creería.
Nadie me tomó nunca tales fotos. Uno sí que no cumple sus promesas el sesentaycinco por ciento de las veces.

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